El suave runrún del motor del barco rompe el silencio nocturno. “Ya falta poco...” piensa David. La noche es tranquila, y todo está en calma. El mar oscuro se deshace en suave espuma mientras los dos hombres se aproximan a su destino.

Han partido hace ya más de una hora desde la isla de Malapascua, en busca de un ferry hundido en 1988 mientras cubría la ruta Manila-Cebú. Aquel día lluvioso de octubre el capitán fue sorprendido por un violento tifón que levantó olas de 12 metros y acabó por mandar el Doña Marilyn a pique, causando la muerte de 389 pasajeros; o al menos eso decían las cifras oficiales, puesto que muchas víctimas fueron dadas por desaparecidas, y pese a que se enviaron buzos para rescatar los cadáveres, muchos de ellos jamás aparecieron.
En los últimos años algunos centros de buceo habían comenzado a hacer inmersiones en el enorme pecio, que yace tumbado sobre su costado de estribor en el lecho marino. Sin embargo, los guías filipinos se niegan aún a penetrar en el interior de esa mole herrumbrosa y oscura, pues muchos de ellos conocían a familiares de los muertos; la inmensa mayoría de los fallecidos en el naufragio vivían en las islas cercanas. La naturaleza supersticiosa de las gentes de la zona alimenta los rumores de que hay espíritus en el barco, así que se niegan en rotundo a entrar incluso en las áreas más abiertas y cercanas al exterior. De todos modos, incluso los buceadores extranjeros con cierta experiencia sólo penetran hasta algunas de las estancias, y el resto del pecio permanece oscuro e inexplorado.
“Tonterías”, piensa David, “lo único que hay de interés en ese barco es lo que nosotros buscamos”. Él y Tom tuvieron conocimiento de la existencia de aquel cofre unos días antes, de forma totalmente fortuita, cuando estando de paso en un pequeño pueblo de la isla de Leyte conocieron a uno de los escasos supervivientes, un miembro de la tripulación a quien uno de los oficiales fallecidos había confiado el secreto. No saben exactamente cuál es el valor de su contenido, pero a partir de las descripciones de aquel hombre han podido deducir fácilmente que se trata de una pequeña fortuna en joyas.
“Tonterías”, piensa David, “lo único que hay de interés en ese barco es lo que nosotros buscamos”. Él y Tom tuvieron conocimiento de la existencia de aquel cofre unos días antes, de forma totalmente fortuita, cuando estando de paso en un pequeño pueblo de la isla de Leyte conocieron a uno de los escasos supervivientes, un miembro de la tripulación a quien uno de los oficiales fallecidos había confiado el secreto. No saben exactamente cuál es el valor de su contenido, pero a partir de las descripciones de aquel hombre han podido deducir fácilmente que se trata de una pequeña fortuna en joyas.

Los primeros rayos de sol rasgan el horizonte cuando el motor se detiene. Antonio, el patrón filipino, les indica que el GPS marca las coordenadas exactas. El ancla cae al agua pesadamente, y Tom y David se miran expectantes. Antonio tira un poco de ella, y es capaz de izarla; no han logrado engancharla en los restos del pecio. Tras cuatro nuevos intentos frustrados, al fin aparece una sonrisa de satisfacción en el rostro del filipino: ya pueden descender.
Los americanos se ponen los equipos, y saltan raudos al océano. Aferrándose al cabo del ancla comienzan a descender despacio hacia las profundidades azules. No se ve nada aún, pero tiemblan de la emoción contenida. Unos minutos más tarde el azul se hace más difuso, y una gran zona oscura va tomando forma: el Doña Marilyn se muestra al fin ante sus ojos, con su superficie cubierta de coral. |
Tom ha entrado ya en el barco en alguna ocasión como miembro de un equipo de buceo recreativo, de modo que es él quien guía a David entre los mástiles oxidados y los amasijos de hierro, hasta alcanzar un gran ventanal abierto en un costado. Comprueban que todo va bien, y Tom ata el hilo guía a un saliente para asegurarse de hallar el camino de regreso más tarde; después, se sumerge en un agua más negra que la noche y desaparece. David lo sigue con su linterna. Giran a la izquierda y pasan una puerta que da a un corredor. El pasillo por el que han entrado es estrecho, y al estar tumbado el barco queda convertido en un pasadizo de techo bajo flanqueado de oscuridad a los lados. David sólo escucha su propia respiración mientras ve a Tom bajo la luz de su linterna, desenrollando el hilo y avanzando poco a poco en la oscuridad.

Termina el pasillo, y llegan a una estancia más amplia. Puede observar que en el suelo hay gran cantidad de platos rotos y algunos pucheros desperdigados. Una enorme morena sale como una flecha desde una alacena y pasa junto a él, asustándole. Tiene los nervios a flor de piel. Junto a la puerta por la que van a pasar, se fija en un objeto borroso. Al acercarse más, ve que es un zapato muy deteriorado, mudo testigo de la tragedia humana que se desarrolló en aquel lugar siniestro. No puede evitar sentirse nervioso; le da la impresión de estar internándose en las profundidades de una gran tumba, y ahora se escuchan unos crujidos sordos y metálicos que le intranquilizan aún más. Tiene la extraña impresión de que el barco gime tenuemente desde algún lugar oculto, algo totalmente anormal bajo el agua. Por fortuna, ya falta poco: una vez pasada la cocina sólo una decena de metros les separa del camarote al que se dirigen, aquél en el que el primer oficial depositó el cofre, que transportaba a Cebú por encargo de un acaudalado marchante de joyas de la isla de Luzón.
Ve a Tom atareado asegurando un nudo del hilo guía, y observa que le señala una puerta para que entre él primero, pasándole el carrete. David hace la señal de ok con la linterna, y cruza el umbral dando la espalda a su compañero. Escucha un crujido cercano, y piensa que Tom, que viene detrás, habrá rozado algo. No se gira para mirar, pues al fin acaba de ver el mueble que buscaban y se aproxima a él, ansioso por encontrar cuanto antes su objetivo.
De pronto oye un tremendo golpe sordo a su espalda, y siente cómo el agua se mueve, desplazándose con fuerza por la estancia. El hilo guía, roto, cuelga inerte en su mano. Rodeado de oscuridad, totalmente aterrado, se da la vuelta e ilumina con su linterna la puerta de entrada a la cámara. Está cerrada. Intenta volver a abrirla pero es imposible, está tan firmemente atrancada que no logra moverla ni un milímetro. Fuera se escuchan unos extraños chirridos metálicos y siente que hay algo vivo al otro lado de la puerta; tiene que ser Tom, pero no responde a sus señales. Algo va muy mal. Toma su manómetro y ve con horror que ha consumido ya un tercio del aire de la botella. Tiene que salir de allí inmediatamente, o aquella tumba será también la suya.
De pronto oye un tremendo golpe sordo a su espalda, y siente cómo el agua se mueve, desplazándose con fuerza por la estancia. El hilo guía, roto, cuelga inerte en su mano. Rodeado de oscuridad, totalmente aterrado, se da la vuelta e ilumina con su linterna la puerta de entrada a la cámara. Está cerrada. Intenta volver a abrirla pero es imposible, está tan firmemente atrancada que no logra moverla ni un milímetro. Fuera se escuchan unos extraños chirridos metálicos y siente que hay algo vivo al otro lado de la puerta; tiene que ser Tom, pero no responde a sus señales. Algo va muy mal. Toma su manómetro y ve con horror que ha consumido ya un tercio del aire de la botella. Tiene que salir de allí inmediatamente, o aquella tumba será también la suya.

De repente olvida qué razón le ha llevado a ese lugar, y se siente presa del pánico. Ilumina torpemente todos los rincones del camarote con su linterna, mientras aquella agua negra que le rodea parece asfixiarle cada vez más. Tras unos instantes de terror absoluto ve una portezuela más pequeña, semicerrada, y se lanza a ella. Intenta abrirla, desesperado, pero no se mueve. Al tercer intento nota el hierro crujir; presiona más y la herrumbre cede, dejando un hueco estrecho que parece suficiente para pasar. Se mete por la cavidad a ciegas, y nota cómo un trozo de metal suelto corta la piel de su pierna, haciéndole sangrar. Logra pasar todo el cuerpo, y acaba saliendo a otro pasillo, en el que no están su compañero ni el hilo guía. Mierda. Está perdido.
David intenta serenarse, y deduce que este pasillo debe ser paralelo a aquél por el que han venido. Equivocarse supondría la muerte, pero no puede perder ni un segundo. Avanza por el pasillo siguiendo su intuición, aleteando todo lo deprisa que puede. La mayor parte del tiempo sólo escucha su respiración entrecortada, pero en ocasiones oye algún crujido de nuevo. Y lo peor de todo, siente una presencia detrás de él, pero cuando ilumina el tramo ya recorrido con su linterna no ve a nadie. “Me estoy volviendo loco”, se dice, “sólo debe ser Tom avanzando por el pasillo paralelo, buscándome para salir de este maldito barco”. Trata de convencerse y continúa; el tiempo apremia.
Recorre el pasillo hasta el final, mientras a su espalda se intensifican aquellos chirridos sordos, unidos a pequeños golpecitos metálicos. Calcula que debe estar ya cerca de la salida; sabe que para salir tiene que ir girando a la derecha, y lo hace. Debe quedarle muy poco aire ya, no quiere ni mirarlo. Aletea rápido, con la sensación creciente de que algo se desliza hacia él desde atrás, sigilosamente. Piensa que tiene que ser Tom avanzando por el pasillo paralelo, y se siente paranoico. La herida de la pierna le duele, y está aterrorizado. Al llegar al final del nuevo corredor, mucho más corto que el principal, gira de nuevo a la derecha. El halo de luz de su linterna ilumina algo en el suelo que llama su atención. Es una cuerdecilla roja y blanca. Su hilo guía. Lo toma en la mano, desesperado, y se dispone a seguirlo hacia la salvación.
David intenta avanzar más deprisa; aletea torpemente al girar de nuevo, nervioso, y levanta sin querer el limo del fondo. En menos de un segundo todo se nubla a su alrededor, y ya no ve nada. “Tengo que salir de aquí”, se dice, y va siguiendo el hilo a ciegas, mucho más despacio de lo que querría, hasta que ve una tenue claridad y los contornos comienzan a ser más nítidos de nuevo. La salida. Recorre unos escasos metros, y cuando ya está muy cerca escucha de nuevo un golpe fuerte y metálico detrás. El terror se apodera de él: allí hay algo. Se lanza hacia la salida a toda velocidad, y en el preciso momento en que atraviesa el ventanal algo agarra su aleta izquierda con una fuerza inusitada, intentando atraparle y llevarle de vuelta al interior del pecio. Sus reflejos responden, y suelta uno de los enganches. La oscuridad engulle la aleta mientras él se acerca al cabo del ancla.
Recorre el pasillo hasta el final, mientras a su espalda se intensifican aquellos chirridos sordos, unidos a pequeños golpecitos metálicos. Calcula que debe estar ya cerca de la salida; sabe que para salir tiene que ir girando a la derecha, y lo hace. Debe quedarle muy poco aire ya, no quiere ni mirarlo. Aletea rápido, con la sensación creciente de que algo se desliza hacia él desde atrás, sigilosamente. Piensa que tiene que ser Tom avanzando por el pasillo paralelo, y se siente paranoico. La herida de la pierna le duele, y está aterrorizado. Al llegar al final del nuevo corredor, mucho más corto que el principal, gira de nuevo a la derecha. El halo de luz de su linterna ilumina algo en el suelo que llama su atención. Es una cuerdecilla roja y blanca. Su hilo guía. Lo toma en la mano, desesperado, y se dispone a seguirlo hacia la salvación.
David intenta avanzar más deprisa; aletea torpemente al girar de nuevo, nervioso, y levanta sin querer el limo del fondo. En menos de un segundo todo se nubla a su alrededor, y ya no ve nada. “Tengo que salir de aquí”, se dice, y va siguiendo el hilo a ciegas, mucho más despacio de lo que querría, hasta que ve una tenue claridad y los contornos comienzan a ser más nítidos de nuevo. La salida. Recorre unos escasos metros, y cuando ya está muy cerca escucha de nuevo un golpe fuerte y metálico detrás. El terror se apodera de él: allí hay algo. Se lanza hacia la salida a toda velocidad, y en el preciso momento en que atraviesa el ventanal algo agarra su aleta izquierda con una fuerza inusitada, intentando atraparle y llevarle de vuelta al interior del pecio. Sus reflejos responden, y suelta uno de los enganches. La oscuridad engulle la aleta mientras él se acerca al cabo del ancla.
Agarra la cuerda y comienza a subir, despacio. Está casi sin aire, en la última rayita del manómetro. Teme que al tener que hacer la parada de seguridad no aguantará, y se obliga a respirar muy lentamente. Aguanta. Al fin alcanza la ansiada superficie, sorprendido de haber logrado escapar. Antonio lo espera con una amplia sonrisa. “Cuánto habéis tardado,- le dice- ¿ha ido bien la misión?”. David mira alrededor, y nota cómo se le hiela la sangre… Sólo puede gritar - “¿DÓNDE ESTÁ TOM?” Historia: Loly Villoch Fotos: Rubén Rubí |